Contra la sororidad obligatoria: anatomía crítica de una pedagogía de la debilidad
Ilustración simbólica de la mujer ritual en Arcane Domus.
En Arcane Domus defendemos la complejidad, el pensamiento fino y la estructura simbólica. Este ensayo firmado por Nhémesish desmonta uno de los mantras más repetidos del espiritualismo contemporáneo: la sororidad obligatoria.
Hay conceptos que nacen como herramientas de resistencia y, al popularizarse, se convierten en jaulas. La sororidad —al menos en su versión mainstream y terapéutica— es uno de ellos. Lo que comenzó como un gesto político para evitar que las mujeres fueran enemigas por defecto se ha degradado, en su circulación más banal, en una suerte de sentimentalismo comunitario que exige adhesión automática, emocional y acrítica. Esta degeneración no es anecdótica: es estructural. Ocurre siempre que un término potente se vuelve consigna y deja de sostenerse en la complejidad que lo originó.
La historia cultural demuestra que los conceptos fuertes solo sobreviven cuando resisten la simplificación. Simone de Beauvoir lo advirtió en Le Deuxième Sexe (1949): ninguna identidad colectiva puede construirse sin tensión interna. Y Audre Lorde fue aún más explícita cuando escribió que “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo” (Sister Outsider, 1984). Lo que no suelen citar quienes repiten esta frase como mantra es que Lorde se refería precisamente a la necesidad de conflicto, diferencia y fricción dentro de las propias alianzas. Su idea de hermandad jamás fue un llamamiento a la complacencia emocional, sino un llamado a la lucidez.
El problema de la sororidad obligatoria —esa que se predica con hashtags, mandalas lilas y un “todas juntas” sin espesor— es que opera mediante una pedagogía de la debilidad. Bajo su apariencia cálida, induce a una especie de uniformidad afectiva donde el conflicto se penaliza y la crítica se interpreta como traición. La pedagogía de la debilidad enseña que lo valioso es no incomodar, no cuestionar, no tensionar. Que la mujer virtuosa es la que acompaña, contiene, abraza y se diluye. Una pedagogía así puede producir adhesiones masivas, pero jamás producirá criterio.
En términos antropológicos, Judith Butler ya señaló cómo las comunidades que se sostienen exclusivamente en el afecto generan formas de “micro-disciplinamiento” (Gender Trouble, 1990). La mirada del grupo se convierte en policía simbólica. Y Pierre Bourdieu, al analizar la violencia simbólica en La domination masculine (1998), describió con precisión cómo ciertos discursos progresistas pueden funcionar como métodos de autocensura voluntaria. Cuando una mujer repite “somos tribu”, suele querer decir: “no rompas la ficción que sostiene mi identidad”.
El esoterismo contemporáneo no ha sido inmune a esta mutación. Muy al contrario: la estética new age —suavizada, rosadita, domesticada— ha convertido el concepto de “tribu” en un reclamo de pertenencia emocional sin estructura. Se confunde cuidado con adhesión, y el resultado es una comunidad sin espesor simbólico, sin conflicto epistemológico y sin jerarquía de conocimiento. Una especie de jardín comunitario donde todas son flores, nadie es raíz y ninguna quiere enfrentarse al invierno.
Pero toda tradición que merece ese nombre se ha construido desde la selección, la exigencia y la tensión. No existe hermandad iniciática sin criterio; no existe linaje sin criba; no existe transmisión de conocimiento sin una forma de distancia ritual. Lo que convierte a una comunidad en orden, escuela o círculo no es la adhesión emocional sino la capacidad compartida de sostener el peso del símbolo. En esa línea, Mary Douglas escribió en Purity and Danger (1966) que toda estructura simbólica necesita frontera, distinción y contención. Sin frontera no hay sacralidad: hay guardería espiritual.
El problema de la sororidad obligatoria es que ha invertido esa lógica. En lugar de enseñar a las mujeres a sostener tensión, se las educa a difuminarla; en lugar de enseñarles jerarquía de saberes, se les promete que “todas ya son suficientes”; en lugar de invitarlas a cultivar poder, se les exige que cultiven sensación de pertenencia. Y lo que debería ser fuerza se convierte en identidad blandita.
Lo grave es que esa suavidad no es inocente: las vuelve previsibles. Una comunidad donde ninguna mujer puede disentir sin ser acusada de “romper la energía” es una comunidad incapaz de producir pensamiento, incapaz de producir misterio y —no nos engañemos— incapaz de producir poder. El poder no nace de la homogeneidad; nace de la intensidad. Se cultiva en la fricción, en la confrontación lúcida, en la diferencia sostenida sin miedo.
Desde la perspectiva esotérica, la debilidad institucionalizada es el enemigo natural de cualquier vía iniciática. James Hillman ya insistió en The Force of Character (1999) en que el alma crece por contraste, no por armonía. Las tradiciones herméticas, los misterios órficos, las órdenes tántricas y los cultos afroatlánticos jamás se han sostenido en la unanimidad emocional. Se sostienen en la densidad del compromiso simbólico, en la capacidad individual de soportar soledad, rigor y confrontación con lo desconocido. No existe linaje espiritual sin la posibilidad real de que alguien quede fuera. Y esa exclusión no es violencia: es estructura.
Aquí aparece de nuevo la pedagogía de la debilidad. Su objetivo es evitar todo dolor simbólico, toda incomodidad y toda distancia. Promueve un imaginario donde todas las mujeres deben resonar entre sí, comprenderse entre sí, acompañarse entre sí… aunque no compartan valores, rigor ni ética. Ese modelo genera dependencia afectiva y elimina la complejidad subjetiva. Lo que se presenta como empoderamiento es, en realidad, una forma de dependencia colectiva: una búsqueda desesperada de tribu porque se teme afrontar la identidad sin escenografía emocional.
Y esta dependencia tiene un precio: reduce la potencia individual. En lugar de producir mujeres con criterio, produce mujeres que saben sonreír juntas. En lugar de generar maestras, crea facilitadoras. En lugar de forjar brujas, genera alumnas permanentes de talleres terapéuticos que se suceden como calendarios de mantenimiento emocional.
No se trata de negar la importancia del apoyo femenino; se trata de desmontar la idea de que ese apoyo debe ser indiscriminado, automático y obligatorio. La verdadera alianza no surge del espejismo comunitario sino del reconocimiento lúcido entre iguales que comparten ética y rigor. Las grandes tradiciones femeninas —desde las bacantes tracias hasta las yayas del Palo Mayombe— jamás confundieron hermandad con afecto generalizado. La hermandad nace del trabajo, del secreto, del riesgo compartido y del mérito simbólico. No de la obligación emocional.
La mujer que piensa, que crea, que estudia, que rompe, que investiga y que sostiene tensión es incómoda para esta pedagogía de la debilidad. No se adapta a la coreografía de la tribu, no repite consignas, no busca validación. Para ella la sororidad no es un chaleco emocional, sino un pacto de densidad: una alianza entre mujeres capaces, no un club de afinidades blandas.
Por eso conviene afirmarlo con serenidad: no existe empoderamiento verdadero mientras se exija fragilidad compartida. No existe fuerza donde todo debe ser suave. Y no existe hermandad donde no se permiten jerarquías del saber, del temple y de la experiencia.
Las mujeres que sostienen un linaje —sea académico, artístico o esotérico— han aprendido a caminar solas antes de caminar juntas. La tribu no es punto de partida: es consecuencia. Y las que no entienden esto no están construyendo comunidad: están construyendo refugios afectivos que confunden contención con poder y unanimidad con profundidad.
La sororidad obligatoria no libera: anestesia.
La pedagogía de la debilidad no empodera: infantiliza.
Y la mujer que se atreve a desmontarlas no rompe la hermandad: la revela.
“No busco aprobación, solo revolución.” — Nhémesish
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